Tres historias cortas de misterio

Jan

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Entre árboles

En algunos lugares de la Gran Tierra, la gente se cuida mucho de no cortar los árboles que crezcan inclinados o doblados. Hay un tipo particular de ellos que abunda en algunas regiones, y podría parecer que es desaprovechado por los nativos, quiénes apenas y se valen de la madera para facilitar sus vidas, a pesar de que no escasea. Esto es por temor a confundirlos con la Vipermorus, también llamada Naja araucaria. Algunas de ellas habitan en estos bosques de árboles doblados, y se mezclan con ellos para confundir a sus presas. A veces se duermen en la posición del árbol, y pueden despertar con el más mínimo toque. Al ser tan grandes y anchas, se alimentan de animales grandes como osos y búfalos. Éstas serpientes pueden crecer hasta veinte metros, y el grueso de su cuerpo puede ser del largo de un remo. Son peligrosas, agresivas cuando se les molesta. Se cuenta que además su piel es gruesa como madera de roble. Algunos dicen que las han visto devorar elefantes, y, mientras los digieren, se entierran, aparentando ser grandes montículos de tierra. Los habitantes de estos bosques las evitan y han aprendido a diferenciarlas de los árboles con los que se camuflajean. Sin embargo, a veces se confunden, en especial los extranjeros que, aún tras ser advertidos, se adentran sin cuidado en la espesura, para nunca volver. En alguna ocasión, desapareció un grupo de quince extranjeros a bordo de un carromato. Al día siguiente, un anciano se reía por haberse encontrado en el bosque un montículo cuadrado.



Perdida

-Pensaba que ya te habíamos perdido- dijo el muchacho de gorra azul.
-Cuándo me pierdan, no van a saber qué hacer- le respondió la chica, bromeando.
Así, siguieron su camino, de vuelta al metro.
Ninguno habría imaginado que días más tarde, mientras los tres amigos tomaban el metro, cómo a diario, ya no sólo le perderían el rastro a su amiga, sino que la perderían para siempre. Tan sólo bastó una multitud, algo de distancia, y la chica se perdió para jamás volver.
Tan sólo otro afiche pegado en una pared.





Crepitar

Viene hacia mí, temblando sin parar, quebrándose a cada paso. Retuerce sus brazos, sus piernas, su cadera, su propia cabeza, tronando, balbuceando y babeando. Sonríe, sus ojos están demasiado abiertos, fijos en mí; no parará hasta llegar. Doy media vuelta e intento correr, pero mis pies no se mueven. Estoy paralítico, no puedo caminar, tampoco escapar. La cosa viene hacia mí, me toma de los brazos, también de las piernas. Tiene una mano sobre mi columna. ¡No! Me.. me va a romper. Está apretando, intento escapar, pero es más fuerte que yo. No puedo defenderme. Me obliga a mirarle, sonríe aún más, abre su boca y…
Me despierto. Apenas puedo respirar. Soñé con mi abuela, con mi familia. De niño ella estaba recluida a causa de un extraño tipo de esclerosis. Llegó un punto en que la enfermedad ya no sólo la dejó inmóvil, sino que la mató con lentitud, cual torturador. Hemorragias, incapacidad absoluta, dolores intensos, siendo prisionera de su propia cuerpo; prisionera de sí misma.
Ella me advertía que algún día yo también pasaría por ello. Cada día mis piernas funcionan peor, al punto que debo calcular cada uno de mis pasos. A veces siento que mi cadera baila, y no la puedo controlar. Algunos días lloro en silencio pensando en el futuro. En la sonrisa de mi abuela, el día en que sus delirios le hicieron perder la razón mientras su organismo la mataba. Sé que acabaré así, sé de mi muerte y de cómo será. No quiero que ese día llegue, pero la figura que se rompe y se retuerce se acerca hacia mí día con día.

F I N

Los relatos anteriores fueron escritos por Antonio A. Huelga
 
El hijo:
Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.
Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.
—Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.
—Si, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.
—Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre.
—Sí, papá —repite el chico.
Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte.
Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.
Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil.
No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.
Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.
Para cazar en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores.
Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas.
Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá —menos aún— y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.
Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe...
No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.
Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!
El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.
De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.
Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.
Horrible caso... Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo, y seguro del porvenir.
En ese instante, no muy lejos suena un estampido.
—La Saint-Étienne... —piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte...
Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.
El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire —piedras, tierra, árboles—, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.
El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte.
Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro —el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años—, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: “Sí, papá”, hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir.
Y no ha vuelto.
El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil...?
El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.
¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.
Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia...
La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.
Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.
Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un...
¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano...
El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro...
Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama par él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.
—¡Chiquito! —se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.
Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.
—¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! —clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.
Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su...
—¡Chiquito..! ¡Mi hijo!
Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la mas atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.
A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.
—Chiquito... —murmura el hombre. Y, exhausto se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo.
La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza:
—Pobre papá...
En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres...
Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.
—¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora..? —murmura aún el primero.
—Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí...
—¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!
—Piapiá... —murmura también el chico.
Después de un largo silencio:
—Y las garzas, ¿las mataste? —pregunta el padre.
—No.
Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre devuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.
***​
Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo.
A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.
-Horacio Quiroga
 
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